Gracias a Susana podemos recordar la historia del sapo de agua y su vital importancia para el sector de San Sebastian.
Compartimos el siguiente artículo.
El Sapo de Agua (esquina calles Loja y Quijano) Foto de la Autora
El Sapo de Agua
Susana Freire García*
En días pasados, mientras participaba de una amena tertulia, junto a mis amigos Alfredo Fuentes Roldán y Marco Chiriboga, me enteré de parte de este último, sobre su propuesta presentada a las autoridades municipales, de volver a colocar en los sitios originales a los denominados “Sapos de Agua”, tan conocidos en el Quito de antaño. La propuesta me pareció acertada, mas le dije a Marco que junto a la misma, sería muy importante difundir su origen e historia, ya que las generaciones actuales desconocen el papel que desempeñaron en la ciudad. Gracias a los testimonios que dejó por escrito mi bisabuelo materno Carlos T. García, en su calidad de maestro de escuela, pude conocer desde niña sobre ellos. También me acercaron a su historia, mis incursiones por el barrio de San Sebastián, especialmente por la calle Quijano, en cuya esquina reposa un rótulo en el cual se puede leer hasta el día de hoy “El Sapo de Agua”, donde antiguamente estuvo colocado uno de ellos. Sin embargo es bueno tomar una vez más como referencia, los textos de Alfredo Fuentes Roldán, en especial el dedicado a este tema, el mismo que a continuación reproduzco para nuestros lectores:
“En aparatado sitio, salpicado de chilcas y cabuyos, junto al chaquiñán de menguado tránsito, el alcalde indígena Don Diego de Figueroa y Lacache, con autorización del Obispo Pedro de la Peña en 1571, ha construido una iglesia para venerar a San Sebastián (…) La Calle de la Vinculada (ahora Loja), va bordeando la falda del cerro como un encaje de encaladas fachadas, risueños aleros de cedro y ondulante línea de teja recién cocida, directamente estrechándose en el humilladero, pétrea custodia permanente y cruce de la Calle Angosta, por el puente nuevo de cal y canto con el camino que de la villa huye hacia Chillogallo (…) La calle ligeramente en curva, aprisionando el tobillo del cerro, ha dejado de ser sendero de tierra y de hierbajos para cubrirse de menuda piedra distraída al cercano río. El declive natural se lleva desperdicios e inmundicias. Limpia de cuerpo y más limpia de alma, su recoleto ambiente no le impide vestirse de fiesta todo el año, mostrando los balcones cargados de geranios, entre los que raramente se deja ver el rostro de la Doña atisbando a través de la celosía, el pasar de los mozos que han de volver de noche con serenata de arpa y vihuela (…) Para que el bien sea completo hace falta que el agua de vertiente lejana, no llegue solamente a espaldas de aguador o a lomo de asno, cuando ya en otros sitios se la lleva en cañería, alargando por el torrente de La Chorrera o Las Llagas, el arroyo que viene a saltos desde las nieves de las montañas, y trae el líquido elemental sin el cual los quiteños no podían haber hecho un solo día de su vida. Con la venia del Cabildo, Justicia y Regimiento, se emprende la obra que no es pequeña ni fácil. El caño de ladrillo cocido ha de venir desde el monasterio de las clarisas, y eso supone largo trecho no desprovisto de dificultades. Todos en acción lo hacen desembocar en punto clave, una cuadra castellana antes de la iglesia, adecuado lugar que se brinda campechanamente para recibir y distribuir el líquido que no puede dejarse caer a borbotones, así como así, estando unánimes en que debe tener una terminal decorosa que en nada contradiga al barrio y a todos satisfaga. Instalados en el mismo sitio para encontrar solución al problema, alguien alcanza a distinguir en el filo de la pequeña cocha que se ha ido formando a consecuencia del trabajo, un pequeño jambato (sapo) de ojos vivos y piel verdosa, nativo de la zona como el más antiguo sebastianeño, que les mira atentamente y en su peculiar lengua les pregunta si puede opinar en el asunto. La respuesta es simultánea. Se hará la efigie y no simplemente de argamasa, barro, o cal y canto, sino de bronce donado por ellos mismos, que con agrado se desprenden de familiar chocolatera, paila, o campanilla, para ponerlas en manos del maestro que en un santiamén ha modelado y vaciado una figura que de tanto brillo parece ser de oro puro. Puesta ceremoniosamente sobre un pedestal de piedra labrada, comienza enseguida a entregar desde su gran boca abierta un chorro de cristalina agua. El Sapo de Agua, es el resultado de una tarea común en la que grandes y chicos han participado, y además un singular adorno que el Santo Patrono contempla satisfecho y hasta se sonríe desde la hornacina del altar mayor de su templo.
Tomado de: Quito tradiciones Tomo I de Alfredo Fuentes Roldán.
*susanafg22@yahoo.com
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