miércoles, 4 de junio de 2008

Gracias

Hoy definitivamente estoy dando un salto fuera de una de las experiencias más bonitas que he tenido en la vida. Todavía me siento como si estuviera superando una pérdida amorosa, pues ciertamente estoy atravesando una separación de una situación con la que me encariñé más profundamente de lo que creía o tenía consciencia.

Empezó hace poco menos de un año. Había decidido abruptamente cortar con ese remedo de vida que llevaba: siete horas sentada frente a un computador haciendo funcionar la centésima parte de mi cerebro. Cuando volteaba la mirada hacia el parque, veía la vida pasar, y yo estaba encerrada tras esa ventana con barrotes. Me sentía desdichada, esclavizada y desperdiciada. Renuncié a esa vida, a ese trabajo y a esa profesión. Los odiaba. Por unos meses estuve a mis anchas, estudiando piano a lo largo del día y haciendo pequeños trabajos de arquitectura de manera independiente. Pasó en Agosto que tomé el periódico y encontré un anuncio para ocuparse por las mañanas. La experiencia más satisfactoria de mi vida, a lo menos ahora se siente así, ahora que me estoy despidiendo de ella.

Llegué a la convocatoria en el Teatro Bolívar junto con otra cantidad de jóvenes llenos de expectativas. Luego de la charla explicativa, quedamos menos de la mitad de los asistentes. “Esto de trabajar por amor al arte no es para mí”, me comentó una chica que se había sentado a mi lado, y se marchó. Me quedé, di mis datos y me marché. Luego de un par de entrevistas y evaluaciones psicológicas, fui escogida para participar en una capacitación junto con cinco jóvenes más. La capacitación duró dos semanas. Ese tiempo, fui absolutamente feliz. Pocas experiencias me habían concedido ciertas satisfacciones, pero ésta me concedía una satisfacción total. Era justo la actividad que había soñado, en la que podía hacer un trabajo interesante, que me cultivara, que lo amara y que además estuviera a cargo y desarrollado por gente jóven, capaz e inteligente. No podía creer, todo lo que quería estaba reunido en ese espacio, en esa actividad. ¡Me encontraba con los míos! ¡Era feliz, feliz, feliz! Aprendíamos de arte pictórico, escultórico, de historia de la ciudad, hacíamos talleres de teatro e improvisábamos personajes que nunca en la vida habíamos oído mencionar. Era tan interesante, tan nuevo, había tanto por aprender.
Me enamoré de la gente de ahí, de su pasión por el proyecto, de sus conocimientos, y de su trato relajado. Deseaba tanto que al final de la capacitación me escogieran a mí, tenía tanto entusiasmo por pertenecer a ese grupo. La capacitación terminó y el último día fuimos informados de los dos escogidos, entre ellos, ¡estaba yo! ¡Qué felicidad! No exagero al decir que fue bastante similar a la sensación que se experimenta al caer en estado de enamoramiento. Me sentía enamorada de todo aquello, sentía el mismo estado exaltado de ilusión. La ilusión de jugar a ser alguien más.


El proyecto desarrolla un método lúdico de transmitir conocimientos a través de la representación de personajes. Así, los temas a tratar pueden ser artísticos, históricos, sociales; y los personajes son históricos y populares. Me resultaba fascinante poder representar a un personaje conocido, importante, que realzara mi ego. Una siempre es vanidosa. La famosa Manuela Sáenz ya era representada por la misma chica desde hace cuatro años, así que perdí las esperanzas con tal figura histórica. Sin embargo me fue concedido otro nombre de gran prestigio, a pesar de que para mí en ese momento resultara completamente desconocido: Marietta de Veintemilla, ‘La Generalita’. En ese momento, más lejana que Singapur, pero en éste, la conozco como a mí misma.
El trabajo fue duro desde el inicio y no respetaba horarios convenidos, ¡había demasiado que leer! Tenía que enterarme desde la historia de la formación de nuestra República hasta el gobierno de Eloy Alfaro. Resultaba que siendo la Señorita un personaje histórico de carácter político, tenía que manejar al dedillo los procesos políticos que había atravesado el país. Lejos de ser una carga, resultó para mí el primer verdadero aprendizaje de la historia patria, porque debo admitir que las torturantes clases de historia recibidas en el colegio no dejaron en mí más que una huella borrosa de un libro maltrecho llamado “Terruño”, que poco o nada hizo por mi cultura histórica. No culpo al libro, culpo a la pedagogía, y directamente a la ‘pedagoga’. Devoré algunos libros de historia, recalcando sobre todos éstos el de Alfredo Pareja Diezcanseco, que bastante amenamente relata las incesantes caídas y torpes algarabías que hemos vivido. Me envolví en lecturas acerca de la sociedad conservadora, de la iglesia, de González Suárez, de García Moreno. Me enteré de lo bueno, lo malo, lo dicho, lo oculto. Y finalicé mis primeras recopilaciones de material con lecturas alrededor de Marietta y todo lo que encontrara sobre su vida, incluyendo su libro “Páginas del Ecuador” y un breve vistazo a su “Conferencia sobre Psicología Moderna”, que humildemente confieso me quedó bastante grande. Sin embargo, en sus “Páginas del Ecuador” la conocí como mujer pues su pasión y altivez se transmite en sus letras. Qué elegancia e inteligencia para desbaratar al opositor. Mujer de gran presencia, firmeza y belleza, dejaba aminoradas mis capacidades de representarla con fidelidad. Era un reto más que una simple afición.
Todos los ensayos teatrales fueron en vano, pues en ninguno logré implantar a esa mujer dentro de mí. La sentía demasiado fría, ajena, seria y diplomática; bastante contraria a mí. No sabía de donde agarrarme para conocerla, para hacerla mía; aparte debía desenvolverme en un convento de claustro, sitio que para una atea como yo puede resultar tan desconocido como las escrituras del Corán. Aquello que en un inicio me había entusiasmado desmesuradamente, ahora se convertía en martirio. Los ensayos con Javier, el director teatral y objeto de lujuria oculta para jóvenes y veteranas, me torturaban pues su sádica frase “no me cuentes, ¡hazlo!” era utilizada para poner en marcha todo tipo de nervios estomacales, y nunca un nervio cerebral que llevara adelante la escena.


A pesar de que la ruta no estaba lista y menos yo, se hizo un primer recorrido de prueba. En el primer instante, los nervios casi me paralizaron, pero luego recordé que yo había decidido estar ahí, con todas las objeciones que pudiera tener al respecto.

La puerta del fondo se abrió y Marietta de Veintemilla corrió por un largo pasillo, emocionada, con miedo y alegría de que alguien la fuera a acompañar en el momento de su exilio. “Qué bueno que están aquí, sabía que no me abandonarían…”
Así empezó a surgir una Marietta en mí, con esa mezcla de emociones que cuajan en nuestro interior. Me tomó tiempo romper su seria formalidad para transformarla en una actitud más cercana, más tierna o si lo requería, más irónica y cortante. Hubo ocasiones de tal cercanía y lealtad con su historia, que me sentía al borde del llanto por su destino, que a la vez era el mío. También me alegraba la curiosidad que lograba hacer sentir a los muchachos, o el temor que producía el mencionar las catacumbas a los niños. Qué bello es jugar al pasado con ellos. Hay rostros que tengo grabados en mi mente, de niños que me abrazaron, de jóvenes atrevidos y coquetos, de muchachas despiertas.


Mi mayor satisfacción la tuve el día en que nació Caridad, “aunque para usté buenmozo, Caridadcita”. Lo que Marietta consiguió en tres a cuatro meses, Caridadcita lo logró en dos horas, incluyendo un guión, traje y caracterización del personaje. Ella es producto de mi Amor. Me divertí tanto escribiendo su libreto que hasta recuerdo que ya eran las dos de la madrugada y yo reía sola en mi cuarto imaginando sus gestos y su acento. Al día siguiente debutaba Caridadcita, la niñera de María Augusta Urrutia y la mata de los chismes, las risas y la sabiduría popular. “Me muero, ¡qué zarcillos tan chuscos!” Ese día descubrí que era buena para hacer reír a la gente, así fuera porque se reían de mí. Ese día sentí satisfacción plena y un delicioso calor que me envolvía al recuerdo de las risas. Me sentía Feliz.
Desde ese día Caridadcita se adueñó de mí, y me llevó a la calle de la Ronda, al convento de San Agustín y al convento de San Diego, en donde se quedó por las noches. Claro que con el tiempo y el ruedo se volvió un poco más atrevida en sus conversaciones, tanto que logró arrancar risas de momias con ropas. Ay Caridadcita…

Qué hermoso es vivir y crear, para más tarde recordar y reír…o, como yo ahora, llorar.

Natalia Dávila