martes, 24 de marzo de 2009

Desde que decidí contar historias sobre Quito…

Por: Carmen Ruiz

Algunas veces cubierta de negro y a paso lento, con el peso de los años en el rostro y la voz, otras veces en cambio con una falda roja, chal amarillo, trenza y una canasta de la cual sale no sólo el sabor sino el fruto de cada mañana; amasada y horneada la harina y los chismes sobre una posible revuelta en la ciudad. En un par de ocasiones fui también a una de las montañas sagradas, esta vez era una hierbatera, aquella mujer que encontró un lugar donde aún crecen las plantas más usadas para curar los males: de ojo, de espanto, de aire, de amor. Ahí está la quebrada donde se esconden duendes e incluso brujas; algunos llegaron a confundirme con la “bruja del Itchimbía”.

Algo es seguro, cada vez que representé estos personajes: Beata, Panadera o Hierbatera algo en mí cambiaba y dejaba de ser Carmen, la muchacha alegre y chistosa para ser alguien más: un personaje anónimo que vive en la ciudad y que en su día a día llegó a mirar a los quiteños de una manera distinta, de una manera más sensible, más humana.

De igual manera han sido muchas las personas que han querido saber de la ciudad, niños, jóvenes, adultos, conocidos y desconocidos. Estoy segura que siempre se llevaron algo de mí y, por supuesto, yo de ellos.


Recuerdos tengo varios, he visto muchas risas y también algunos llantos, pero quizá el que más ternura me trae cuando lo tengo en mente es aquel que, en mi primer año, con un grupo de doce niños, cuando íbamos a jugar “un puente se ha caído”, todos estaban muy animados, escogí a dos niñas para que sean el puente. En ese momento una de ellas mencionó que su otra compañera “no podía”, yo pregunté: ¿por qué? La niña señaló y dijo que a su compañera le faltaba una mano. Aquella bajó la cabeza y se sonrojó. Yo le dije que eso no importaba que simplemente la sujetara de la manga del saco y que siguiéramos jugando. Todo terminó bien pero lo que no olvidaré es la mirada y gran abrazo que la niña me regaló al momento de despedirnos. Toda ella me decía: Gracias.

A veces me pregunto ¿cuántos atropellos tenemos que pasar las personas? Estamos acostumbrados a mirar extraño o hacernos a un lado cuando alguien tiene alguna diferencia. A cuántos de nosotros nos haría bien tener sus ojos para mirar lo que ellos, observar, tocar y sentir como ellos: el cojo, el ciego, el mendigo, porque a la final todos vivimos y hacemos esta ciudad.

Aún me quedan muchas experiencias por vivir y cada vez estoy más atenta a lo que sucede en la cotidiana convivencia.

Convivir, un verbo que ha cobrado un nuevo significado para mí y que invito a todos a repensarlo, porque el estar con, el vivir junto a es lo que hace también a una ciudad.