miércoles, 10 de julio de 2013

Agradecemos a Susana por el artículo que nos hace recordar el tiempo en que salíamos de vacaciones, muchas cosas pasan por nuestra mente...

Lorita de la suerte. Fotografía de Ulises Estrella




Dulces vacaciones
Susana Freire García*

En estos días de verano vienen a mi mente varios recuerdos y sensaciones, que siguen provocando aquella alegría propia de esa época, en que la vida era más sencilla. Libre ya de las obligaciones escolares, sentía que aquel régimen adusto asociado con el estudio, debía ser ignorado en las vacaciones.  Las opciones que se presentaban para cumplir tal objetivo eran de lo más variadas y divertidas. Una de ellas consistía en aprovechar cualquier oportunidad que se presentase,  para degustar aquellas deliciosas golosinas que provocadoras, aparecían en varios rincones del centro de la ciudad. Si pasaba cerca del portal de Santo Domingo podía comprar las colaciones que vendían las cajoneras, y si caminaba unas cuadras más arriba hacia la Venezuela me esperaban aquellos famosos helados de la “Heladería Caribe”. En esa calle y cerca ya de la Plaza Grande, podía adquirir los cuadrados de manjar de leche o los famosos suspiros, que hasta la fecha me siguen deleitando. Mas mi consabida curiosidad tenía un sitio predilecto no solo para disfrutar de las golosinas, sino además para involucrarme en la vida popular de Quito de una forma directa: la plazoleta de San Diego. Luego de visitar a mi abuelo materno Jorge García que está enterrado en el cementerio (lo de visitar tenía y tiene para mí una connotación muy especial, ya que el recuerdo de mi abuelo me es inmensamente querido), salía de la mano de mi madre para ubicarme en medio de la plazoleta. Los días domingos se instalaba en este espacio una pequeña feria, que ante mis ojos tenía una belleza muy especial. Los más diversos personajes emergían ante mí, ayudándome a reforzar ese lazo de identidad con Quito, que ya empezaba a adquirir un vuelo propio. Poniendo como argumento mi buen desempeño escolar, conseguía que mi madre me comprase varios dulces. Primero pedía un algodón de azúcar. Era un privilegio observar cómo aquellos vendedores colocaban el azúcar en ese aparato especial, hasta convertirlo en un delicado manjar que se derretía lentamente en la boca, como si se tratase de un regalo de los dioses. Más allá asomaban las manzanas con caramelo, las cañitas, moritas, claritas, los arroces de dulce con billetes de juego, los chupetes envueltos en papel de cera que venían con alguna sorpresa, los conos de papel rellenos con coco de dulce. Nunca faltaban los comerciantes que ofrecían globos, pelotas de caucho rellenas con agua, “chipotes chillones”, trompos, yoyos, bolas de colores, cometas, pitos y demás juguetes curiosos. La alegría parecía no tener límite, y mientras seguía degustando de los confites, descendíamos con mi madre hasta la Plazoleta Victoria para luego desembocar en la avenida 24 de mayo. Ahí nuevamente la niña daba rienda suelta a su imaginación, en especial cuando asomaba esa especie de trashumante que ofrecía un peculiar servicio para leer la suerte de sus clientes, ayudado de una lorita, un mono y una caja de madera en la cual se hallaban depositadas varias tarjetas, que contenían un mensaje especial. Mi madre escéptica ante este servicio, se negaba a regalarme unas monedas, mas mi terquedad daba sus frutos y al fin ella cedía. Con nerviosismo entregaba las monedas al señor, para que la lorita sacase una de las tarjetas colocadas dentro de la caja. Al recibir la tarjeta, cerraba por un momento los ojos antes de leer su contenido. Mi suerte dependía de la misma, así que el asunto exigía seriedad. Llenándome de valor,  leía la frase. Para mi alegría, el futuro se mostraba prometedor y lleno de buenos augurios. Después de agradecer a la lorita por su servicio, volvía a tomar la mano de mi mamá con la ilusión de que aquellos bellos instantes,  pudiesen durar toda una eternidad.

*susanafg22@yahoo.com

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