Los Inocentes era una celebración que se iniciaba el 28 de diciembre hasta el 6 de enero, la gente en quito se divertía y se preparaba física, psicológica y económicamente.
Nuestra amiga Susana Freire García, nos sumerge en un relato donde redescubriremos como era esta celebración.
Belermo imagen de Joaquín Pinto
Inocentes
Susana Freire García*
Las populares fiestas de Inocentes fueron sin duda una de las mayores expresiones de jolgorio y creatividad que se vivieron en Quito, desde principios del siglo XIX. Esta celebración tiene su origen en un episodio del cristianismo (Día de los Santos Inocentes) que recuerda la matanza de todos los niños menores de dos años nacidos en Belén, bajo el mandato del Rey Herodes. En Quito, estas fiestas empezaban el 28 de diciembre y se extendían hasta el 6 de enero (Día de Reyes). Las calles de la ciudad se convertían en un improvisado escenario, para que los más curiosos personajes hicieran de las suyas, con una mezcla de comedia irónica. Por las esquinas y portales (en especial el de Santo Domingo), rondaban grandes comparsas de payasos vestidos con pantalones bombachos de raso y lentejuelas, que se abrían paso en medio de la rechifla general y de las burlas de los niños, quienes coreaban: “Payasito la lección, de la esquina a la estación, tu mamita sin calzón, y tu taita, cabezón”. Las risas se oían por todas partes, mientras los aludidos respondían con la siguiente copla: “Santa Teresa dijo, que todos los hombres tienen, cabeza de chicharrón, y boca de tirabuzón”. Luego los payasos tomaban sus largos chorizos de trapo, y perseguían a los niños para asustarles. Más allá estaban los monos quienes llevaban elegantes trajes de raso y una cola de 2.5 metros que terminaba en un pluma, con la cual manchaban de polvo blanco a todos los distraídos y curiosos. No podían faltar las chuchumecas (según Miguel Angel Puga este término es una variación de la palabra mexicana chichimeca que significa bárbaro, extranjero o no civilizado) quienes llevaban en la cabeza una especie de capota, y en el rostro una careta de alambre fino. Tenían también una falda acampanada con vuelos y encajes, un fuete en la diestra, y en el antebrazo una bolsa llena de colaciones y granos de morocho, que arrojaban al suelo para que los niños se acercasen. Ellos lo hacían en medio de coplas que decían: “Fiera vieja chuchumeca, con tu cara de muñeca”, a sabiendas de que recibirán algunos fuetazos. Igual de fascinante era observar a los belermos (remedo de los padres betlemitas), ataviados con trajes de percal y capucha, semejantes a un dominó o hábito de fraile, que llevaban en la mano una jeringuilla gruesa y un rosario sobre el pecho, haciendo ademán de curar o más bien de asustar, a sus posibles pacientes (este personaje fue inmortalizado por el célebre pintor quiteño Joaquín Pinto).
Capitaneados por los payasos, estas cuadrillas visitaban los barrios del centro de Quito, para encontrarse con otros disfrazados, y así gastarse bromas y burlarse de sí mismos y de los otros bajo el conocido lema ¡Por inocentes! Entonces se formaba un tumulto en el que se confundían las chullitas provocativas de zapatillas blancas, los pierrots de cara enharinada, arlequines, marineros, bailarines, yumbos con plumajes de papagayo, mozalbetes con chaquet o la americana puesta al revés, los “maimundes” que hacían bailar con sus panderetas a los monos, cocineras descachalandradas, entre más personajes, para dar rienda suelta a la alegría y a un deseo consciente de evadir los problemas y las penas, a través de la música, el corso de flores, los juegos de aguinaldos, la comida y la bebida.
En la antigua Plaza Belmonte el jolgorio llegaba a su punto culminante. Las bandas militares y de los albañiles, empezaban a entonar piezas alegres. Cada quien escogía a una pareja para coquetear, amparados en el antifaz o la careta. No en vano el escritor Alejandro Andrade Coello (Quito 1881-1943), nos dejó la siguiente descripción: “Y rompe el baile al son de bandas militares o de charangas del pueblo. La muchedumbre se agita con sus sedas y lentejuelas, con sus cintajos y matices chillones, con sus desvaídas vestimentas, produciendo la ilusión de un enorme calidoscopio, que la plebe dice titilimundi (…) El baile de máscaras es colosal e indescriptible. Se diría que los tonos de un gigantesco prisma han transformado la visión de las cosas, con la magia de la refracción”.
*susanafg22@yahoo.com