Gracias a todas las personas que asistieron a la temporada de "El Danzante" en el Convento de San Agustín. Gracias a su acogida y positivos comentarios ya estamos planeando la segunda temporada. Les mantendremos al tanto.
Por ahora "El Danzante" está siendo presentado para colegios de la ciudad, en funciones previamente reservadas. Quienes tengan interés pueden enviarnos un correo electrónico a la dirección: info[arroba]quitoeterno.org
Ahora queremos compartir con ustedes este vídeo promocional de la obra. Si les ha gustado, mándenlo a sus amigos.
lunes, 21 de abril de 2008
martes, 8 de abril de 2008
Marietta en mí…
Talvez antes no haya tenido tanta claridad acerca del poder que pueden tener las vestiduras para darnos sensaciones, emociones y hasta cierto punto un comportamiento singular. Es decir, sería bastante raro ver a una señora encopetada -pasada por la peluquería, el spa, el gimnasio, el maquillaje, los tacos altos, la falda y chaqueta de seda, las joyas de diamantes, y todo el resto de armamento estético- hablando como hip hopera y caminando con un propio estilo fresco. Talvez nos produciría una risa burlesca más que un signo de admiración por su sorprendente manejo de su dualidad.
Generalmente expresamos nuestra esencia a través de la realidad, por más desatinada que parezca. Así, utilizamos ropa, cortes de cabello, joyas finas o bisuterías baratas que digan algo sobre nosotros. Del mismo modo, escuchamos música que puede fácilmente delatar nuestro interior. Todo, incluida nuestra voz, risa, mirada, caminar; exterior físico, refleja nuestro interior intangible y etéreo (o como quieran llamarle). Y muchas veces no nos atrevemos a ser nosotros mismos y cuando nos mostramos corremos el riesgo de ser burlados en la calle o ser llamados chanchos o malas mujeres por cargar piercings nasales.
En fin, todo esto tan fugaz y obvio, puede resultar un laberinto apasionante o neurotizante el momento en que abandonamos nuestro carnet diario de identificación y jugamos a hacer alguien más. Abandonar el jean, la camiseta y el piercing en la nariz para tomar en su lugar una vestimenta de dama republicana top ten, resulta… extraño.
Pero va mucho más allá. No solo son las ropas, sino su comportamiento, su pensamiento, sus anhelos, su manera de hablar, su tono de voz, su postura, su mirada. A medida que cada prenda de vestir se posa sobre mí, voy sintiendo un ambiente alterado. Al final del ritual de transformación, la dama republicana -Marietta de Veintemilla- se ha apoderado de todo en mí. Huelo la pólvora de los cañones, se vienen imágenes de soldados ensangrentados y gritos de dolor, el galope de los caballos, la angustia de la persecución, el hacinamiento de la cárcel, mi tía beata rezando mientras nos rodean cien soldados que se ríen de nosotras…
¡Mentira! Abro la puerta y lo primero que escucho es: “Reinita, donde es el baile?” La calle me trae de vuelta al 2008. El trole pasa salpicando sobre mí el agua de la lluvia de la noche, los almacenes, los vendedores, la gente barriendo las aceras, los pitos de los carros, las motos, los jugos de papaya con miel.
El Convento de Santa Catalina me recibe con su Señor de los Temblores y el alma de García Moreno vagando por sus pisos de tablones. Subo las escaleras y voy recordando mi infancia, rezando, corriendo y leyendo a Juan Montalvo. Temiendo por los cuadros religiosos y tocando y probando los calvarios para salvarme con la sangre de Jesús. Recuerdo a la madre Superiora que fue como mi madre desde los cuatro años, recuerdo mi cama, mi altarcito, y también mi orfandad refugiada en este sitio. A medida que camino por este largo corredor, nuevamente empiezo a sentir el peso de los enfrentamientos, la piel se me eriza al recuerdo de tantos muertos, y el corazón se destroza al recuerdo de mi exilio a Lima en dos horas. Soy de risa fácil, pero de llanto también. Marietta, la Generalita, se desploma.
Se escuchan pasos y voces… ¡Cómo se atreven a entrar aquí! ¡No puedo creer que Plácido Caamaño se haya atrevido a mandar a sus soldados a este sitio! Pero no me angustio, siempre cargo un revólver en la pierna, pero no para ellos… sino para mí. Levanto la mirada y para mi sorpresa, no me encuentro ante gente de los Restauradores, sino ante jovencitos riéndose de una muchacha esquizofrénica, que al vestir un traje se cree Marietta de Veintemilla: la Generalita…
Natalia Dávila
Generalmente expresamos nuestra esencia a través de la realidad, por más desatinada que parezca. Así, utilizamos ropa, cortes de cabello, joyas finas o bisuterías baratas que digan algo sobre nosotros. Del mismo modo, escuchamos música que puede fácilmente delatar nuestro interior. Todo, incluida nuestra voz, risa, mirada, caminar; exterior físico, refleja nuestro interior intangible y etéreo (o como quieran llamarle). Y muchas veces no nos atrevemos a ser nosotros mismos y cuando nos mostramos corremos el riesgo de ser burlados en la calle o ser llamados chanchos o malas mujeres por cargar piercings nasales.
En fin, todo esto tan fugaz y obvio, puede resultar un laberinto apasionante o neurotizante el momento en que abandonamos nuestro carnet diario de identificación y jugamos a hacer alguien más. Abandonar el jean, la camiseta y el piercing en la nariz para tomar en su lugar una vestimenta de dama republicana top ten, resulta… extraño.
Pero va mucho más allá. No solo son las ropas, sino su comportamiento, su pensamiento, sus anhelos, su manera de hablar, su tono de voz, su postura, su mirada. A medida que cada prenda de vestir se posa sobre mí, voy sintiendo un ambiente alterado. Al final del ritual de transformación, la dama republicana -Marietta de Veintemilla- se ha apoderado de todo en mí. Huelo la pólvora de los cañones, se vienen imágenes de soldados ensangrentados y gritos de dolor, el galope de los caballos, la angustia de la persecución, el hacinamiento de la cárcel, mi tía beata rezando mientras nos rodean cien soldados que se ríen de nosotras…
¡Mentira! Abro la puerta y lo primero que escucho es: “Reinita, donde es el baile?” La calle me trae de vuelta al 2008. El trole pasa salpicando sobre mí el agua de la lluvia de la noche, los almacenes, los vendedores, la gente barriendo las aceras, los pitos de los carros, las motos, los jugos de papaya con miel.
El Convento de Santa Catalina me recibe con su Señor de los Temblores y el alma de García Moreno vagando por sus pisos de tablones. Subo las escaleras y voy recordando mi infancia, rezando, corriendo y leyendo a Juan Montalvo. Temiendo por los cuadros religiosos y tocando y probando los calvarios para salvarme con la sangre de Jesús. Recuerdo a la madre Superiora que fue como mi madre desde los cuatro años, recuerdo mi cama, mi altarcito, y también mi orfandad refugiada en este sitio. A medida que camino por este largo corredor, nuevamente empiezo a sentir el peso de los enfrentamientos, la piel se me eriza al recuerdo de tantos muertos, y el corazón se destroza al recuerdo de mi exilio a Lima en dos horas. Soy de risa fácil, pero de llanto también. Marietta, la Generalita, se desploma.
Se escuchan pasos y voces… ¡Cómo se atreven a entrar aquí! ¡No puedo creer que Plácido Caamaño se haya atrevido a mandar a sus soldados a este sitio! Pero no me angustio, siempre cargo un revólver en la pierna, pero no para ellos… sino para mí. Levanto la mirada y para mi sorpresa, no me encuentro ante gente de los Restauradores, sino ante jovencitos riéndose de una muchacha esquizofrénica, que al vestir un traje se cree Marietta de Veintemilla: la Generalita…
Natalia Dávila
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